jueves, noviembre 08, 2007

Escondido.


Ya eran casi dos horas las que parecía llevar escondido ahí. El olor era algo asqueroso. El agua era turbia, café media verde. Era obvio que estaba rodeado de ratones, y de os grandes. De esos capaces de matar a un perro. Pero aun así no podía salir. Con una caja de cartón y unas ramas se tapaba la cabeza. Solo los ojos y la nariz alcanzaban a estar fuera de agua. Tenia la boca apretada para que no le entrara agua. Era asqueroso, quería vomitar y no podía. Lo podrían escuchar. Y eso era lo que menos quería .Prefería tragar agua y pasar el resto de la noche ahí, a que lo escuchara alguien y supieran donde estaba. Le dolía el brazo y las costillas, cerca del estomago. Pero aun así no podía rendirse. El dolor lo tenía medio inconciente. Pero luchaba. Las estocadas fueron rápidas y precisas. Pero las suyas fueron letales, una sola pero mortal. Sabía que fue mortal. Al ver como se cristalizaban los ojos de su enemigo. Como sus ojos de un momento a otro quedaron totalmente vacíos, y ya no reflejaban nada. Fríos. Vacíos. Lo sintió cuando las manos de su victima le dieron un último y suave apretón a sus propias manos que sostenían el estoque. Rojas. Humedecidas. De sangre y sudor. Temblorosas pero firmes. Decididas, como pocas veces lo estuvieron antes. Cuando sus manos soltaron el estoque, sintió como las otras manos, heladas e inertes. Soltaban las suyas. Vio como delante de sus ojos se desvanecía el cuerpo de su enemigo. Como caía al suelo, al igual que como lo vio en sus ojos, vació.
En ese preciso instante supo que debía correr. Correr como nunca antes pensó correría. Apenas escucho ese grito supo que debía correr. “Asesino, pendejo de mierda mataste a mi hijo”, “Asesino”. Mientras corría sentía los gritos dentro de su cabeza “Mi hijo”, “Asesino”. Todo el resto parecía estar apagado. No lograba escuchar a sus captores, pero sabía que lo seguían. Los vio cuando volteo la cabeza en un minuto en que pensó dejar de correr y volver, pero vio el odio en sus caras. El mismo odio que él tenía hace tan solo unos minutos y que lo llevo a hacer lo que ahora lo obligaba a correr. Y por eso sigue corriendo. Escapado. Ese sector no era su tierra. Lo desconocía. Solo estuvo ahí en un par de ocasiones. Solo recordaba un basural y un canal que había por algunos de esos pasajes. Se pillo con el canal primero.
Siempre fue valiente. Achorao. Para el no había nada ni nadie sobre el. Su infancia fue dura. Eligió serlo más. De los más duros entre gente dura. Nunca nadie la había quitado nada. Pero el a otros mucho, muchas veces. Por eso cuando le quitaron su mayor tesoro, su único tesoro, no tuvo otra opción. No podía mostrarse débil. No lo fue nunca. Menos por la culpa de una mujer. La mujer que lo transformaría en hombre, en padre. No le podían quitar sus únicos tesoros. Tenia que cobrarlo.
Ya el dolor no se sentía tanto. Sentía sueño. Ya eran más de tres horas las que llevaba ahí. En los últimos veinte minutos había tragado bastante agua bastantes veces. Sentía sueño. Sus piernas se doblaban. Sus brazos ya no respondían y se resbalaban de las paredes a las que se trataba de aferrar. Cansancio y frío. Un par de lágrimas brotaron de sus ojos. El sueño lo venció. La próxima semana cumpliría los 15 años. Pero sus piernas se volvieron a doblar y sus ojos y nariz no volvieron a asomarse a la superficie.

Guillermo Zurita Soto.
(08 -11 – 2007)

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